"...hasta que encontró eso de qué importa lo que yo sea"
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Alberta Pía cerró su libro y una frase quedó resonando en su cabeza. Se paró frente al espejo y se observó. Se observó y pensó: "¿Por qué todos esos colores?". Se preguntó y no supo qué contestarse. Se quitó el sweater verde y la pollera a lunares. Se sacó la remera amarilla, el corpiño y quedó así: luciendo su largo pelo rojo sobre el cuerpo pálido.
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Alberta Pía era una mujer flaca, pequeña; "menudita" decía siempre su abuela. Viéndose así, con unos calzones blancos y soquetes rojos, le parecía que su cuerpo era el de una adolescente esperando por desarrollarse. Igualmente tenía lindas tetas, pensó. Pensó y se observó. Se observó y comenzó a tocarse...
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Como quien toca algo que no conoce, pero que le llama la atención, Alberta Pía recorrió su rostro, su boca, su cuello. Sintió sus hombros pequeños, huesudos. Se abrazó a su cintura, bajó por su vientre, metió sus dedos en la raja, tomó sus muslos y se acercó hasta sus pies. Lanzada sobre la alfombra roída del departamento, Alberta Pía rodaba. Con sus manos y pies fue llegando a los huecos detrás de sus codos y rodillas: sus piernas se encontraban con sus brazos, su ombligo con su nariz; lamía sus dedos, mordía sus manos...
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Alberta Pía cerró su libro y una frase quedó resonando en su cabeza. Se paró frente al espejo y se observó. Se observó y pensó: "¿Por qué todos esos colores?". Se preguntó y no supo qué contestarse. Se quitó el sweater verde y la pollera a lunares. Se sacó la remera amarilla, el corpiño y quedó así: luciendo su largo pelo rojo sobre el cuerpo pálido.
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Alberta Pía era una mujer flaca, pequeña; "menudita" decía siempre su abuela. Viéndose así, con unos calzones blancos y soquetes rojos, le parecía que su cuerpo era el de una adolescente esperando por desarrollarse. Igualmente tenía lindas tetas, pensó. Pensó y se observó. Se observó y comenzó a tocarse...
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Como quien toca algo que no conoce, pero que le llama la atención, Alberta Pía recorrió su rostro, su boca, su cuello. Sintió sus hombros pequeños, huesudos. Se abrazó a su cintura, bajó por su vientre, metió sus dedos en la raja, tomó sus muslos y se acercó hasta sus pies. Lanzada sobre la alfombra roída del departamento, Alberta Pía rodaba. Con sus manos y pies fue llegando a los huecos detrás de sus codos y rodillas: sus piernas se encontraban con sus brazos, su ombligo con su nariz; lamía sus dedos, mordía sus manos...
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Acabó boca arriba sobre la alfombra, riendo a carcajadas: su cuerpo abierto, mirando el cielo raso de su departamento...
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Alberta Pía se sacó los soquetes rojos y el calzón blanco; pegó un salto, se acomodó nuevamente sobre el sillón y retomó la lectura: "...qué importa lo que yo sea".
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Alberta Pía tenía al menos una certeza: era una mujer hermosa.
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Alberta Pía se sacó los soquetes rojos y el calzón blanco; pegó un salto, se acomodó nuevamente sobre el sillón y retomó la lectura: "...qué importa lo que yo sea".
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Alberta Pía tenía al menos una certeza: era una mujer hermosa.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió sobre el amor.