domingo, 15 de junio de 2008

pero son solamente palabras...

"...hasta que encontró eso de qué importa lo que yo sea"
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Alberta Pía cerró su libro y una frase quedó resonando en su cabeza. Se paró frente al espejo y se observó. Se observó y pensó: "¿Por qué todos esos colores?". Se preguntó y no supo qué contestarse. Se quitó el sweater verde y la pollera a lunares. Se sacó la remera amarilla, el corpiño y quedó así: luciendo su largo pelo rojo sobre el cuerpo pálido.

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Alberta Pía era una mujer flaca, pequeña; "menudita" decía siempre su abuela. Viéndose así, con unos calzones blancos y soquetes rojos, le parecía que su cuerpo era el de una adolescente esperando por desarrollarse. Igualmente tenía lindas tetas, pensó. Pensó y se observó. Se observó y comenzó a tocarse...
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Como quien toca algo que no conoce, pero que le llama la atención, Alberta Pía recorrió su rostro, su boca, su cuello. Sintió sus hombros pequeños, huesudos. Se abrazó a su cintura, bajó por su vientre, metió sus dedos en la raja, tomó sus muslos y se acercó hasta sus pies. Lanzada sobre la alfombra roída del departamento, Alberta Pía rodaba. Con sus manos y pies fue llegando a los huecos detrás de sus codos y rodillas: sus piernas se encontraban con sus brazos, su ombligo con su nariz; lamía sus dedos, mordía sus manos...
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Acabó boca arriba sobre la alfombra, riendo a carcajadas: su cuerpo abierto, mirando el cielo raso de su departamento...
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Alberta Pía se sacó los soquetes rojos y el calzón blanco; pegó un salto, se acomodó nuevamente sobre el sillón y retomó la lectura: "...qué importa lo que yo sea".
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Alberta Pía tenía al menos una certeza: era una mujer hermosa.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió sobre el amor.

domingo, 1 de junio de 2008

quizás algunos piensen que es una crónica...

Alberta Pía Jiménez emprendió la búsqueda: debía encontrar su refugio en medio de la ciudad. Recorrió las calles que Sábato le había presentado con tanto romanticismo esperando encontrar héroes; pero sólo encontró tumbas y más tumbas, dándose cuenta de que aquellos barrios cercanos al río estaban ahora abarrotados de turistas anglosajones que buscaban conocer la vida porteña... Se sentó en un banco en el siempre inmenso Parque Lezama buscando distraer su mente, descansar su cuerpo flaco y por qué no exponerse a la charla con algún desconocido que quisiera aventurarse a conocerla.
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Alberta Pía no tenía muchos amigos, sobrevaloraba las relaciones y las conversaciones, pero se le complicaba mantenerlas con el transcurso del tiempo: siempre existía el espacio, y luego alejarse sin saber por qué, pero aún sabiendo que era sano. Más de pequeña, en su pueblo natal, había tenido una amiga muy cercana pensando que sería para siempre; pero en la adolescencia Romina Pilar (la supuesta amiga eterna) se había ido a vivir a un país lejano, en otro continente aún más extraño, sin dejar demasiados datos que permitieran encontrarla... Desde entonces Alberta Pía vagaba por el mundo con una carta sin dirección de destinatario en su bolsillo.
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Pasó la tarde sentada en ese banco sin sacar palabra de su cabeza. Cuando comenzó a anochecer emprendió el camino de vuelta a lo que ahora era su barrio. Al bajarse del colectivo en Almagro, sintió un cosquilleo en la parte baja del estómago: algo importante estaba por suceder. Una cuadra antes de llegar a su edificio recordó que no tenía nada para comer en casa. Vio que lo chinos de en frente estaban cerrados y decició pasar a comer una porción de pizza por algún lado. Giró en la calle Bulnes y vió, como en una vidriera, a través de una perciana de almacén levantada hasta la mitad, un bar pequeño que rebozaba de gente tomando, comiendo y gritando, mientras que un hombrecito sentado sobre una banqueta al costado del mostrador tocaba unos tangos en su bandoneón: Sin buscar demasiado, o en el momento en que no buscaba, Alberta Pía había encontrado...
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Tenía su pequeño lugar en el mundo, y quedaba a dos cuadras de su casa.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez empezó a escribir sobre el barrio al que amaba.