martes, 23 de junio de 2009

para volver a soñar...


Alberta Pía gritaba y pataleaba: chillaba exclamando sonidos ininteligibles.


Su computadora: aquella en la que confiaba, fiel amiga y confidente, espacio de trabajo, espejo de sus días, yacía ahora sobre el piso; inherte.


La vio caer, estallar contra la cerámica: pantalla y teclado golpeando contra el suelo como un libro abierto a 180 grados.


Pía se paralizó. Imaginó levantarla y econtrarse con mil pequeños cristales desprolijos.
Natalia, su gata, permanecía completamente inmóvil; percibía el temor, la tensión en el cuerpo de Pía.


Respiró profundamente.


Con cautela se acercó al cuerpo herido que se desplegaba de patas abiertas sobre el piso. Procedió a levantarlo con cuidado.


Al darlo vuelta la sorpresa fue grata: la pantalla estaba intacta. Pía suspiró y apoyó la computadora sobre su escritorio: todo parecía funcionar a la normalidad. El archivo sobre el que ella estaba trabajando seguía totalmente desplegado; palabras, puntos, comas, díalogos y relatos: su novela, ese sueño que ya llevaba la duración de un año.


Al darse cuenta de que su pequeño mundo seguía vivo, Pía se tranquilizó. Procedió a revisar rasguños y rayones en la carcaza: eran daños menores. Con la respiración normalizada se sentó frente a la pantalla para seguir trabajando.


Apoyó su dedo índice sobre el mouse pad, pero el puntero no aparecía. Pía comenzó a sufrir la pérdida: los colores vivos y brillantes fueron desapareciendo hasta que sólo se podía ver lo que luego conocería como "Blue Screen of Death". Reinició la "máquina". Se encontró con una pantalla negra y las palabras: HARD DISK NOT FOUND.


Silencio.


Comenzó a sudar.


Llamó a Pablito, hijo de Roberto, dueño del bar en el que ella trabajaba, buscando que alguien diera un diagnóstico certero para esa tarde funesta.


- Hola ¿Pablito?

- Sí. Pía ¿Qué pasa?

- Tengo un problema con mi compu.

- ¿Qué pasó?

- Se cayó al piso.

- Uh...

- Se dio un terrible golpe.

- ¿Y enciende?

- Sí, pero sólo me muestra una pantalla negra que dice "Hard Disk not found".

- Vas a tener que cambiarle el disco duro.

-¿Y cuánto me puede llegar a salir eso?

- Unos 200 dólares...


Alberta Pía suspiró. Tenía alguna plata ahorrada y le podía pedir un pequeño adelanto a Roberto.


- Pero la información que tenías en el disco está totalmente perdida.


Silencio denso, pesado, oscuro... El mundo detenido en un instante: Alberta Pía no escuchaba nada, sólo percibía a su propio ser desintegrarse internamente.


El tubo del telefono cayó al piso y Pía comenzó a llorar.


Lloró durante días. Al principio en público; luego solamente a escondidas. Lloraba la pérdida y la ausencia: su trabajo y sus días. Todas esas palabras reunidas, todo eso, reducido a cero: a la inexistencia, la nada, la vacuidad.


Llorando transitaba la vida: llorando al trabajo y de vuelta a su casa; llorando al soñar, y luego al despertar... Hasta que luego, un día, sin saber cómo ni por qué, comenzó a escribir de nuevo, no pudo evitarlo: detenerlo hubiera sido aún más doloroso que enfrentarlo.


Agarró una hoja de papel, y con pesadas lágrimas en los ojos, describió su dolor.


Así fue como Alberta Pía Jiménez tomó un lápiz, un buen saca puntas y volvió a soñar.

miércoles, 25 de marzo de 2009

y encontrarán nuevos caminos...

¿Es que el mundo en el que vivimos es muy pequeño o es que nos construimos un mundo pequeño en el cual poder vivir?

Alberta Pía había pasado los últimos meses dedicándose a la escritura, atendiendo las mesas en el bar de Roberto y conviviendo con su gata Natalia en el departamento de la calle Humahuaca.
No tenía demasiados planes y tampoco demasiadas esperanzas puestas en el futuro cercano: vivía el presente como la única realidad posible y no fantaseaba con pasados mejores o futuros prometedores.
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Esa noche, en el bar de Roberto, mientras sonaban unos tangos y ella utilizaba un trapo de rejilla para secar el sudor de las botellas de cerveza sobre la barra, vio entrar a un muchachito rubio que le trajo rápidamente un recuerdo claro de su pueblo natal: Hubert Feinstein, compañerito de colegio y enemigo declarado de Pía.

Entre todas las cabezas en ese bar y entre todas las cabezas que alguna vez había visto en su vida, esa era la más claramente rubia.

Recordó una vez en la escuela primaria, sentada junto a Hubert: éste le mostró su colección de monedas y la pequeña Pía quedó fascinada. Le pareció realmente increíble que ese otro niño tuviera tanto interés en algo tan sencillo como la recolección de monedas: desde entonces siempre consideraría una virtud la sobrevaloración de las pequeñas cosas sin sentido.

Más aún, con el tiempo, aprendería a juntar botones y a recolectar hojas y palitos caídos de los árboles con el fin de construir móviles, adornos o altares de piedra: se volvería una aficionada del atesoramiento de objetos e ideas y de la creación de utensillos disfuncionales.

Luego, por un tiempo, olvidaría a Hubert y sus peculiares actividades. Más aún, luego, de adolescente, comenzaría a odiarlo. No porque Pía así lo quisiera, ya que nunca le habían gustado los desentendimientos y las batallas, sino porque Hubert le declararía una guerra y ella, siempre fervorosa, no podría quedarse callada.

Así, parada detrás de la barra, no sabía si acercarse a saludar o si esconderse entre la gente pasando desaperciba. Se dijo a sí misma que era realmente estúpido no saludar, ya que ni él ni ella eran los mismos niños de entonces: Ella lo entendía, él debía de entenderlo también.

Así fue como, con decisión, caminó hacia la mesa en la que Hubert Feinstein se encontraba. El muchacho alto y rubio mostraba su espalda mientras charlaba con un grupo de personas. Al estar junto a él Pía lo sorprendió:

-Hola ¿Qué tal tanto tiempo? Extraño encontrarnos por acá.

Hubert se dio vuelta y la cara de Pía se transfiguró.

-Perdón.
-¿Te conozco?
-Disculpame. Es que te confundí con otra persona... En serio. Perdoname
-No te hagas problema. Lamento desilusionarte y no ser esa persona que creías haber encontrado.
-No... No es desilusión, sólo que realmente confundí tu cara.

Pía se volvió a la barra con una sensación extraña: era desilusión.
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La idea de reecontrarse con Hubert Feinstein le había resultado atractiva.
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Pía volvió a la barra y continuó atendiendo borrachos y escuchando comentarios sin sentido durante el resto de la noche: Ahora, Hubert Feinstein, su compañerito de colegio, formaba parte de su imaginario.
Así fue como Alberta Pía Jiménez encontró un entretenimiento: fantaseando con un pasado lejano y generando futuros improbables.