miércoles, 25 de marzo de 2009

y encontrarán nuevos caminos...

¿Es que el mundo en el que vivimos es muy pequeño o es que nos construimos un mundo pequeño en el cual poder vivir?

Alberta Pía había pasado los últimos meses dedicándose a la escritura, atendiendo las mesas en el bar de Roberto y conviviendo con su gata Natalia en el departamento de la calle Humahuaca.
No tenía demasiados planes y tampoco demasiadas esperanzas puestas en el futuro cercano: vivía el presente como la única realidad posible y no fantaseaba con pasados mejores o futuros prometedores.
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Esa noche, en el bar de Roberto, mientras sonaban unos tangos y ella utilizaba un trapo de rejilla para secar el sudor de las botellas de cerveza sobre la barra, vio entrar a un muchachito rubio que le trajo rápidamente un recuerdo claro de su pueblo natal: Hubert Feinstein, compañerito de colegio y enemigo declarado de Pía.

Entre todas las cabezas en ese bar y entre todas las cabezas que alguna vez había visto en su vida, esa era la más claramente rubia.

Recordó una vez en la escuela primaria, sentada junto a Hubert: éste le mostró su colección de monedas y la pequeña Pía quedó fascinada. Le pareció realmente increíble que ese otro niño tuviera tanto interés en algo tan sencillo como la recolección de monedas: desde entonces siempre consideraría una virtud la sobrevaloración de las pequeñas cosas sin sentido.

Más aún, con el tiempo, aprendería a juntar botones y a recolectar hojas y palitos caídos de los árboles con el fin de construir móviles, adornos o altares de piedra: se volvería una aficionada del atesoramiento de objetos e ideas y de la creación de utensillos disfuncionales.

Luego, por un tiempo, olvidaría a Hubert y sus peculiares actividades. Más aún, luego, de adolescente, comenzaría a odiarlo. No porque Pía así lo quisiera, ya que nunca le habían gustado los desentendimientos y las batallas, sino porque Hubert le declararía una guerra y ella, siempre fervorosa, no podría quedarse callada.

Así, parada detrás de la barra, no sabía si acercarse a saludar o si esconderse entre la gente pasando desaperciba. Se dijo a sí misma que era realmente estúpido no saludar, ya que ni él ni ella eran los mismos niños de entonces: Ella lo entendía, él debía de entenderlo también.

Así fue como, con decisión, caminó hacia la mesa en la que Hubert Feinstein se encontraba. El muchacho alto y rubio mostraba su espalda mientras charlaba con un grupo de personas. Al estar junto a él Pía lo sorprendió:

-Hola ¿Qué tal tanto tiempo? Extraño encontrarnos por acá.

Hubert se dio vuelta y la cara de Pía se transfiguró.

-Perdón.
-¿Te conozco?
-Disculpame. Es que te confundí con otra persona... En serio. Perdoname
-No te hagas problema. Lamento desilusionarte y no ser esa persona que creías haber encontrado.
-No... No es desilusión, sólo que realmente confundí tu cara.

Pía se volvió a la barra con una sensación extraña: era desilusión.
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La idea de reecontrarse con Hubert Feinstein le había resultado atractiva.
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Pía volvió a la barra y continuó atendiendo borrachos y escuchando comentarios sin sentido durante el resto de la noche: Ahora, Hubert Feinstein, su compañerito de colegio, formaba parte de su imaginario.
Así fue como Alberta Pía Jiménez encontró un entretenimiento: fantaseando con un pasado lejano y generando futuros improbables.

1 comentario:

-sinmayúsculas- dijo...

siempre pensé que'l mundo era un pañuelo, ahora creo mas bien que nos movemos poco, que movernos nos da miedo, terror, que no se si esta mal, pero pasa que decimos que estamos hartos de tal o cual cosa, tal o cual lugar, un dia me voy a ir y no voy a volver, pero nos quedamos. ni bien ni mal, asi lo veo hoy