miércoles, 30 de julio de 2008

que a veces van a llorar...

Con cada trago de vino las ideas se desdibujaban, el espacio se amoldaba a su cuerpo y la sonrisa se le sucedía. Se dejaba fundir en el rojo borravino que la seducía; olvidando sus temores, sobrepasando las dudas... Aunque no podía omitir al televisor del quinto b, noche tras noche, encendido, interrumpiendo su escritura... Alberta Pía no era de esas personas que se desconcentraban fácilmente, pero en este momento luchaba contra sus propios pensamientos para pemanecer así, acá, en el inalterable presente.
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La copa estaba vacía y tuvo que decidir: otro trago no le vendría mal, pensó. ¿Pero qué era lo que quería escribir? Realmente no lo sabía. Cierto era que estar en contacto con las letras y las palabras era en este momento algo necesario. Alberta Pía se preguntó cuándo había sido que la escritura había tomado un lugar tan central, tan importante... No supo bien qué contestar. Tampoco le resultó imprescindible buscar en el pasado un comienzo: lo importante era saber que esa relación tenía un futuro; un futuro con altos y bajos, seguramente, pero un futuro al fin...
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Entonces Alberta Pía sonrió.
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Finalmente, y luego de "desdibujar", el vino la había hecho "entender": Podía permitirse un presente confuso, porque tenía la certeza de un futuro.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez se relajó, se tomó un vino y lloró.

jueves, 3 de julio de 2008

unidas una detrás de otra...

Alberta Pía sonreía.
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La mirada fija en esos otros ojos verdes.
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Por primera vez no sabía qué decir. Millones de pensamientos corrían por su cabeza aceleradamente, y ella sin poder atrapar al menos alguno que la sacara de ese vacío. Hasta que por fin:
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"Pía. Alberta Pía me llamo..."
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Las palabras salieron firmes y ella se sintió aliviada de no haber dicho nada comprometedor ni demasiado rebuscado: al ponerse nerviosa solía utilizar frases complicadas que no expresaban nada claro y que por lo general sólo revelaban una tontera de fondo. Esta vez se había expuesto de manera clara y contundente, dando a saber su nombre, su característica femenina y su posición de ciudadana parlante, no sorda y conciente del peligro que significaba otorgarle, en una ciudad grande, el nombre completo (incluyendo el apellido) a un total desconocido; aunque estaba a punto de dejar de serlo:
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"Andrés. Robertino Andrés me llamo yo..."
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Alberta Pía sonrió y pensó: Qué lindo nombre. Pero sólo dijo:
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"Robertino Andrés, la próxima vez que recibas mis cartas podés alcanzárcelas al portero y él seguramente me las da. No hace falta que subas hasta el quinto c, pero gracias por la molestia."
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"No me molesta Alberta Pía... Jiménez", dijo leyendo el sobre, "Es sólo un piso".
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Robertino Andrés dejó los sobres y bajó por las escaleras: efectivamente, era sólo un piso de diferencia.
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Alberta Pía cerró la puerta y suspiró, la tensión le había dejado un cosquilleo extraño: ya conocía a su vecino del cuarto c.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez, aún sin darse cuenta, comenzó a enamorarse.
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