martes, 21 de octubre de 2008

aunque intenten ser otra cosa...


Alberta Pía terminaba de ver la misma película por vez consecutiva. Una después de la otra: sin cortes, sin levantarse del sillón. Vio la misma película dos veces. No sabía por qué, pero la vio. Luego de una vez necesitó verla de nuevo, o simplemente dejó que comenzara de nuevo para no tener que levantarse a apagarla.
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Había pasado la noche entera tirada sobre el mismo sillón, cubierta de frazadas: Quizás escribiendo, quizás pensando, quizás recordando... Hasta que decidió ver una película. O simplemente lo hizo, no era muy claro lo de haber tomado una decisión sobre ello, pero la vio. Era una película que siempre le había gustado mucho: así, en blanco y negro, muy románticamente real...
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Miró el reloj sobre la mesa junto al sillón: Las diez y veinte.
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Miró hacia la ventana y pensó que sería bueno abrir las persianas: Hacía horas que ya era de día.
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Pero decidió dejarlas así, cerradas, mantener esa eterna noche dentro de su casa. No quiso saber si estaba nublado o si había un fuerte sol de primavera.
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No quiso levantar las persianas.
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Subió sus piernas y dejó que su cabeza colgara al borde del sillón. Así, echada patas para arriba, observó el espacio dado vuelta: La mesita junto a la ventana (ahora cerrada), el televisor que aún mostraba los títulos de la película con un clásico jazz de fondo, la entrada a la cocina y la puerta del baño semiabierta. Todo dado vuelta..
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Alberta Pía rió. Pensó que hubiera sido bueno que también hubiera un gato patas para arriba junto a ella... Quizás esa tarde se compraría una mascota.
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Se acomodó, volvió a mirar el mundo aceptando la gravedad que la rodeaba y, finalmente, decidió apagar el televisor.
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Alberta Pía volvió al sillón y se acurrucó entra las frazadas: ya empezaba a sentir sueño.
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Cerró los ojos, así como mantuvo las persianas cerradas, y durmió.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez dejó afuera la realidad y descansó.




jueves, 2 de octubre de 2008

unidas una, y luego otra, y luego otra...

A veces salimos y nos encontramos perdidos. Y en serio nos cuestionamos por qué salimos: ¿ Por qué dejamos el espacio cómodo y seguro?
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No muy seguido encontramos una respuesta convincente, pero seguramente dibujamos excusas que nos mantienen apegados a nuestra decisión. De lo contrario volvemos corriendo al lugar que habíamos abandonado; no, mejor, horrible palabra, del lugar del que nos habíamos despegado, separado, alejado...
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Si volvemos y nos reciben la historia termina bien.
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Si volvemos y ese lugar se fue de vacaciones o no podemos llegar porque nos perdemos en el camino, la historia termina mal.
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Igualmente no me gusta esto de bien y mal; pero es uno de esos días en los que necesito encasillar un poco las cosas para alcanzar ciertas seguridades: ya siento que me voy perdiendo en la relatividad y flexibilidad de mis pensamientos.
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Eso de que todo puede ser cualquier cosa es muy bonito, pero complica la práctica.
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Finalmente terminamos llorando destruidos por haber perdido lo que nunca habíamos tenido, ya que no queríamos caer en considerar que era nuestro; aunque de alguna manera sentíamos que así lo era (pero evitábamos hablar en términos de pertenencia). En ese momento necesitamos darle un nombre a las cosas, definirlas y ponerles dueño; o dueño pasajero... En fin, algún rótulo que nos permita saber qué es lo que perdimos, identificar el llanto y desentrañar el hecho de que lloramos porque nunca pudimos ser lo relativos que creíamos que éramos.
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Es un momento en el que percibimos cierto aire de adultez. De esos comportamientos que intentamos obviar, pero que a larga a veces se cuelan en nuestro camino:
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como detenerse,
evitar el impulso constante
y real-mente pensar
en uno y en otro;
pensar
en uno y en otro,
en uno y en otro...
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Como un ejercicio: como si uno se volviera más comprensivo y finalmente más reflexivo. Entonces sí. Entonces está bueno...
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Alberta Pía sonrió: sentada frente a su computadora en el departamento de Almagro, los pies descalzos, el mate a su lado y la primavera afuera, a través de su ventana.
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Era un hermoso día de sol.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió en primera persona por primerísima vez.