jueves, 2 de octubre de 2008

unidas una, y luego otra, y luego otra...

A veces salimos y nos encontramos perdidos. Y en serio nos cuestionamos por qué salimos: ¿ Por qué dejamos el espacio cómodo y seguro?
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No muy seguido encontramos una respuesta convincente, pero seguramente dibujamos excusas que nos mantienen apegados a nuestra decisión. De lo contrario volvemos corriendo al lugar que habíamos abandonado; no, mejor, horrible palabra, del lugar del que nos habíamos despegado, separado, alejado...
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Si volvemos y nos reciben la historia termina bien.
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Si volvemos y ese lugar se fue de vacaciones o no podemos llegar porque nos perdemos en el camino, la historia termina mal.
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Igualmente no me gusta esto de bien y mal; pero es uno de esos días en los que necesito encasillar un poco las cosas para alcanzar ciertas seguridades: ya siento que me voy perdiendo en la relatividad y flexibilidad de mis pensamientos.
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Eso de que todo puede ser cualquier cosa es muy bonito, pero complica la práctica.
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Finalmente terminamos llorando destruidos por haber perdido lo que nunca habíamos tenido, ya que no queríamos caer en considerar que era nuestro; aunque de alguna manera sentíamos que así lo era (pero evitábamos hablar en términos de pertenencia). En ese momento necesitamos darle un nombre a las cosas, definirlas y ponerles dueño; o dueño pasajero... En fin, algún rótulo que nos permita saber qué es lo que perdimos, identificar el llanto y desentrañar el hecho de que lloramos porque nunca pudimos ser lo relativos que creíamos que éramos.
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Es un momento en el que percibimos cierto aire de adultez. De esos comportamientos que intentamos obviar, pero que a larga a veces se cuelan en nuestro camino:
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como detenerse,
evitar el impulso constante
y real-mente pensar
en uno y en otro;
pensar
en uno y en otro,
en uno y en otro...
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Como un ejercicio: como si uno se volviera más comprensivo y finalmente más reflexivo. Entonces sí. Entonces está bueno...
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Alberta Pía sonrió: sentada frente a su computadora en el departamento de Almagro, los pies descalzos, el mate a su lado y la primavera afuera, a través de su ventana.
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Era un hermoso día de sol.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió en primera persona por primerísima vez.

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