martes, 23 de junio de 2009

para volver a soñar...


Alberta Pía gritaba y pataleaba: chillaba exclamando sonidos ininteligibles.


Su computadora: aquella en la que confiaba, fiel amiga y confidente, espacio de trabajo, espejo de sus días, yacía ahora sobre el piso; inherte.


La vio caer, estallar contra la cerámica: pantalla y teclado golpeando contra el suelo como un libro abierto a 180 grados.


Pía se paralizó. Imaginó levantarla y econtrarse con mil pequeños cristales desprolijos.
Natalia, su gata, permanecía completamente inmóvil; percibía el temor, la tensión en el cuerpo de Pía.


Respiró profundamente.


Con cautela se acercó al cuerpo herido que se desplegaba de patas abiertas sobre el piso. Procedió a levantarlo con cuidado.


Al darlo vuelta la sorpresa fue grata: la pantalla estaba intacta. Pía suspiró y apoyó la computadora sobre su escritorio: todo parecía funcionar a la normalidad. El archivo sobre el que ella estaba trabajando seguía totalmente desplegado; palabras, puntos, comas, díalogos y relatos: su novela, ese sueño que ya llevaba la duración de un año.


Al darse cuenta de que su pequeño mundo seguía vivo, Pía se tranquilizó. Procedió a revisar rasguños y rayones en la carcaza: eran daños menores. Con la respiración normalizada se sentó frente a la pantalla para seguir trabajando.


Apoyó su dedo índice sobre el mouse pad, pero el puntero no aparecía. Pía comenzó a sufrir la pérdida: los colores vivos y brillantes fueron desapareciendo hasta que sólo se podía ver lo que luego conocería como "Blue Screen of Death". Reinició la "máquina". Se encontró con una pantalla negra y las palabras: HARD DISK NOT FOUND.


Silencio.


Comenzó a sudar.


Llamó a Pablito, hijo de Roberto, dueño del bar en el que ella trabajaba, buscando que alguien diera un diagnóstico certero para esa tarde funesta.


- Hola ¿Pablito?

- Sí. Pía ¿Qué pasa?

- Tengo un problema con mi compu.

- ¿Qué pasó?

- Se cayó al piso.

- Uh...

- Se dio un terrible golpe.

- ¿Y enciende?

- Sí, pero sólo me muestra una pantalla negra que dice "Hard Disk not found".

- Vas a tener que cambiarle el disco duro.

-¿Y cuánto me puede llegar a salir eso?

- Unos 200 dólares...


Alberta Pía suspiró. Tenía alguna plata ahorrada y le podía pedir un pequeño adelanto a Roberto.


- Pero la información que tenías en el disco está totalmente perdida.


Silencio denso, pesado, oscuro... El mundo detenido en un instante: Alberta Pía no escuchaba nada, sólo percibía a su propio ser desintegrarse internamente.


El tubo del telefono cayó al piso y Pía comenzó a llorar.


Lloró durante días. Al principio en público; luego solamente a escondidas. Lloraba la pérdida y la ausencia: su trabajo y sus días. Todas esas palabras reunidas, todo eso, reducido a cero: a la inexistencia, la nada, la vacuidad.


Llorando transitaba la vida: llorando al trabajo y de vuelta a su casa; llorando al soñar, y luego al despertar... Hasta que luego, un día, sin saber cómo ni por qué, comenzó a escribir de nuevo, no pudo evitarlo: detenerlo hubiera sido aún más doloroso que enfrentarlo.


Agarró una hoja de papel, y con pesadas lágrimas en los ojos, describió su dolor.


Así fue como Alberta Pía Jiménez tomó un lápiz, un buen saca puntas y volvió a soñar.

miércoles, 25 de marzo de 2009

y encontrarán nuevos caminos...

¿Es que el mundo en el que vivimos es muy pequeño o es que nos construimos un mundo pequeño en el cual poder vivir?

Alberta Pía había pasado los últimos meses dedicándose a la escritura, atendiendo las mesas en el bar de Roberto y conviviendo con su gata Natalia en el departamento de la calle Humahuaca.
No tenía demasiados planes y tampoco demasiadas esperanzas puestas en el futuro cercano: vivía el presente como la única realidad posible y no fantaseaba con pasados mejores o futuros prometedores.
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Esa noche, en el bar de Roberto, mientras sonaban unos tangos y ella utilizaba un trapo de rejilla para secar el sudor de las botellas de cerveza sobre la barra, vio entrar a un muchachito rubio que le trajo rápidamente un recuerdo claro de su pueblo natal: Hubert Feinstein, compañerito de colegio y enemigo declarado de Pía.

Entre todas las cabezas en ese bar y entre todas las cabezas que alguna vez había visto en su vida, esa era la más claramente rubia.

Recordó una vez en la escuela primaria, sentada junto a Hubert: éste le mostró su colección de monedas y la pequeña Pía quedó fascinada. Le pareció realmente increíble que ese otro niño tuviera tanto interés en algo tan sencillo como la recolección de monedas: desde entonces siempre consideraría una virtud la sobrevaloración de las pequeñas cosas sin sentido.

Más aún, con el tiempo, aprendería a juntar botones y a recolectar hojas y palitos caídos de los árboles con el fin de construir móviles, adornos o altares de piedra: se volvería una aficionada del atesoramiento de objetos e ideas y de la creación de utensillos disfuncionales.

Luego, por un tiempo, olvidaría a Hubert y sus peculiares actividades. Más aún, luego, de adolescente, comenzaría a odiarlo. No porque Pía así lo quisiera, ya que nunca le habían gustado los desentendimientos y las batallas, sino porque Hubert le declararía una guerra y ella, siempre fervorosa, no podría quedarse callada.

Así, parada detrás de la barra, no sabía si acercarse a saludar o si esconderse entre la gente pasando desaperciba. Se dijo a sí misma que era realmente estúpido no saludar, ya que ni él ni ella eran los mismos niños de entonces: Ella lo entendía, él debía de entenderlo también.

Así fue como, con decisión, caminó hacia la mesa en la que Hubert Feinstein se encontraba. El muchacho alto y rubio mostraba su espalda mientras charlaba con un grupo de personas. Al estar junto a él Pía lo sorprendió:

-Hola ¿Qué tal tanto tiempo? Extraño encontrarnos por acá.

Hubert se dio vuelta y la cara de Pía se transfiguró.

-Perdón.
-¿Te conozco?
-Disculpame. Es que te confundí con otra persona... En serio. Perdoname
-No te hagas problema. Lamento desilusionarte y no ser esa persona que creías haber encontrado.
-No... No es desilusión, sólo que realmente confundí tu cara.

Pía se volvió a la barra con una sensación extraña: era desilusión.
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La idea de reecontrarse con Hubert Feinstein le había resultado atractiva.
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Pía volvió a la barra y continuó atendiendo borrachos y escuchando comentarios sin sentido durante el resto de la noche: Ahora, Hubert Feinstein, su compañerito de colegio, formaba parte de su imaginario.
Así fue como Alberta Pía Jiménez encontró un entretenimiento: fantaseando con un pasado lejano y generando futuros improbables.

domingo, 14 de diciembre de 2008

a ser lo que desean...

Era domingo a las ocho de la mañana y Alberta Pía ingresaba al edificio de la calle Humahuaca con media docena de medialunas en una mano y el diario en la otra. Desde su llegada a Buenos Aires nunca había transitado las calles tan tempranito, ni tan despacio...
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Recordaba de pequeña, en su pueblo natal, ir los domingos por la mañana a la iglesia, para luego caminar con su noviecito hasta la panadería a comprar alguna excusa de alimento a cambio de un beso. Luego no fue más a la iglesia. Más aún, luego, dejó de creer en ellas. También su afición a intercambiar besos se volvió menos inocente y más real.
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Subió por las escaleras y abrió la puerta: Natalia se estiraba sobre el sillón desperezándose, mientras amasaba con sus patitas un almohadón rojo. Al ser sorprendida, dejó su ardua actividad y bajó al piso con delicadeza.
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Mientras Pía ponía el agua al fuego y preparaba la yerba para tomar unos mates, Natalia se entrelazaba entre sus piernas.
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Natalia era una gata blanca que Alberta Pía había encontrado hacía dos semanas en la calle: El barrio se encontraba plagado de animales que lanzaban sus crías sin hacerse cargo de ellas.
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Alberta Pía pensó en el placer que le causaba el despertarse sola en su departamento. Asimismo, miró hacia el piso y vio a la bola de pelo blanco que exigía su desayuno: resignada, puso leche en un tarrito y se lo alcanzó.
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Volvió a pensar en la soledad. Luego miró a Natalia comiendo con alegría.
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Alberta Pía había logrado lo que quería: no tener que sentirse responsable de ningún otro ser más que de ella misma. Y sin embargo, ahora, contrariamente a su deseo, se había conseguido una gata a quien cuidar.
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El agua estaba lista y Alberta Pía se sentó sobre la mesada a tomar mate mientras miraba a Natalia sobre el piso de la cocina: era bonita y de alguna manera le agradaba su compañía.
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Sonrió: Realmente no sabía lo que quería; aunque pensó en lo acertado de haber traido a casa un gato y no un perro.
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Saltó de la mesada y salió hacia el living.
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Natalia seguía comiendo sobre el piso de la cocina, ignorando los pensamientos absurdos que en la cabeza de Pía se debatían.
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Ya no vivía en la calle, tomaba leche tibia todas las mañanas y dormía sobre un sofá con almohadones rojos: Eso era todo lo que sabía.
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Natalia, ahora, tenía algo parecido a un hogar y algo parecido a una amiga.
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Así fue como Natalia sorprendió a Alberta Pía Jiménez, compartiendo su soledad.

sábado, 22 de noviembre de 2008

y a veces no puedan llegar...

Alberta Pía saltaba, se revolvía, gritaba, gemía... Eran cuatro las piernas y cuatro los brazos: entrelazándose, buscando espacios donde acurrucarse, acariciando, rozando todo aquello que se cruzara en su camino, tratando de encontrar lugares, formas; moldeando, creando... Y de nuevo a saltar y gritar; y sí, y esta vez sí, parecía que sí, hasta que Alberta Pía se vio nuevamente sumida en esa misma frustración que en el último tiempo se había vuelto constante: No podía. Había algo dentro de ella que quizás no quería, la verdad es que no lo sabía; pero la conclusión era que no podía...

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Así fue como Alberta Pía Jiménez se quedó sin un final.

martes, 21 de octubre de 2008

aunque intenten ser otra cosa...


Alberta Pía terminaba de ver la misma película por vez consecutiva. Una después de la otra: sin cortes, sin levantarse del sillón. Vio la misma película dos veces. No sabía por qué, pero la vio. Luego de una vez necesitó verla de nuevo, o simplemente dejó que comenzara de nuevo para no tener que levantarse a apagarla.
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Había pasado la noche entera tirada sobre el mismo sillón, cubierta de frazadas: Quizás escribiendo, quizás pensando, quizás recordando... Hasta que decidió ver una película. O simplemente lo hizo, no era muy claro lo de haber tomado una decisión sobre ello, pero la vio. Era una película que siempre le había gustado mucho: así, en blanco y negro, muy románticamente real...
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Miró el reloj sobre la mesa junto al sillón: Las diez y veinte.
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Miró hacia la ventana y pensó que sería bueno abrir las persianas: Hacía horas que ya era de día.
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Pero decidió dejarlas así, cerradas, mantener esa eterna noche dentro de su casa. No quiso saber si estaba nublado o si había un fuerte sol de primavera.
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No quiso levantar las persianas.
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Subió sus piernas y dejó que su cabeza colgara al borde del sillón. Así, echada patas para arriba, observó el espacio dado vuelta: La mesita junto a la ventana (ahora cerrada), el televisor que aún mostraba los títulos de la película con un clásico jazz de fondo, la entrada a la cocina y la puerta del baño semiabierta. Todo dado vuelta..
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Alberta Pía rió. Pensó que hubiera sido bueno que también hubiera un gato patas para arriba junto a ella... Quizás esa tarde se compraría una mascota.
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Se acomodó, volvió a mirar el mundo aceptando la gravedad que la rodeaba y, finalmente, decidió apagar el televisor.
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Alberta Pía volvió al sillón y se acurrucó entra las frazadas: ya empezaba a sentir sueño.
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Cerró los ojos, así como mantuvo las persianas cerradas, y durmió.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez dejó afuera la realidad y descansó.




jueves, 2 de octubre de 2008

unidas una, y luego otra, y luego otra...

A veces salimos y nos encontramos perdidos. Y en serio nos cuestionamos por qué salimos: ¿ Por qué dejamos el espacio cómodo y seguro?
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No muy seguido encontramos una respuesta convincente, pero seguramente dibujamos excusas que nos mantienen apegados a nuestra decisión. De lo contrario volvemos corriendo al lugar que habíamos abandonado; no, mejor, horrible palabra, del lugar del que nos habíamos despegado, separado, alejado...
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Si volvemos y nos reciben la historia termina bien.
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Si volvemos y ese lugar se fue de vacaciones o no podemos llegar porque nos perdemos en el camino, la historia termina mal.
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Igualmente no me gusta esto de bien y mal; pero es uno de esos días en los que necesito encasillar un poco las cosas para alcanzar ciertas seguridades: ya siento que me voy perdiendo en la relatividad y flexibilidad de mis pensamientos.
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Eso de que todo puede ser cualquier cosa es muy bonito, pero complica la práctica.
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Finalmente terminamos llorando destruidos por haber perdido lo que nunca habíamos tenido, ya que no queríamos caer en considerar que era nuestro; aunque de alguna manera sentíamos que así lo era (pero evitábamos hablar en términos de pertenencia). En ese momento necesitamos darle un nombre a las cosas, definirlas y ponerles dueño; o dueño pasajero... En fin, algún rótulo que nos permita saber qué es lo que perdimos, identificar el llanto y desentrañar el hecho de que lloramos porque nunca pudimos ser lo relativos que creíamos que éramos.
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Es un momento en el que percibimos cierto aire de adultez. De esos comportamientos que intentamos obviar, pero que a larga a veces se cuelan en nuestro camino:
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como detenerse,
evitar el impulso constante
y real-mente pensar
en uno y en otro;
pensar
en uno y en otro,
en uno y en otro...
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Como un ejercicio: como si uno se volviera más comprensivo y finalmente más reflexivo. Entonces sí. Entonces está bueno...
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Alberta Pía sonrió: sentada frente a su computadora en el departamento de Almagro, los pies descalzos, el mate a su lado y la primavera afuera, a través de su ventana.
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Era un hermoso día de sol.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió en primera persona por primerísima vez.

lunes, 22 de septiembre de 2008

y en el final serán tan sólo palabras...

-¿Entonces te vas?
-Sí.
-¿Y a dónde vas a ir?
-Todavía no sé.
-Pero entonces no te vayas todavía.
-Es que no puedo evitarlo... Tengo que salir...
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Alberta Pía abrió la puerta y salió a caminar sin un rumbo claro. Las ideas y sensaciones se debatían adentro de ella. Ya no recordaba la última vez que alguno de esos debates había llegado a una conlusión clara: sólo existían la confusión y el hostigamiento. Y ahora, sola, andando las calles: el desarraigo y la incertidumbre. Pero también el éxtasis ante lo desconocido.
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En los últimos meses Robertino Andrés se había convertido en su único amigo-amante. El tiempo pasado yendo del 4to C al 5to C había sido intenso: un gran sueño sensual y romántico que la había mantenido guardada. Pero ahora ella necesitaba salir, seguir explorando...
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El movimiento era necesario. Esa era la razón por la cual había venido hacia la ciudad: deseaba vivir sumida en un mundo compuesto por el cambio.
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Caminó y pasó por la puerta del bar de Roberto. Ya hacía tiempo que no entraba. Se sentó a la barra y pidió un vaso de vino.
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Percibió el tiempo: ese tiempo que se movía tan densamente que parecía empezar a detenerse. Alberta Pía sintió el final: El final de algo, lo que en sí no significaba el final de todo.
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-Hace tiempo que no te vemos por acá, piba.- dijo Roberto mientras salía hacia la cocina.
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Alberta Pía no contestó. No tuvo tiempo de contestar: el hombre se había movido demasiado rápido. Pero si hubiera podido hacerlo hubiera dicho: "Es cierto", queriendo decir algo así como que hacía tiempo que ella no se veía a sí misma.
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Miró por la ventana y lo vio pasar. No salió corriendo a buscarlo ni atinó a levantarse de la silla. Sólo suspiró y permaneció en paz. Ella sabía que ese hombre le gustaba: Robertino Andrés era uno de los amores de su vida. Pero ella misma era la mujer de su vida; y ahora necesitaba estar sola.
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Alberta Pía permaneció sentada largas horas. Luego salió a la calle y volvió a su casa. Al entrar a su departamento percibió la soledad de los objetos. Se acercó a la ventana y, como siempre, observó el televisor del 5to b prendido incesantemente: Esta era su cotidianeidad y ella la había olvidado.
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Entró a la cocina y puso agua para un té.
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Prendió su computadora y se sentó a escribir: había dolor, pero había paz...
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Así fue como Alberta Pía Jiménez abrazó la soledad.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

aunque conozcan sus límites mundanos...

Alberta Pía permanecía sentada frente a la computadora. Recordaba momentos, repasaba diálogos: buscaba encontrar sensaciones que la movieran hacia algo y que produjeran, sin más, una verborragia escrita con algún tipo de sentido.
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Intentando juntar algunas palabras, observó a su alrededor:
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la ciudad era grande inmensamente devoradora y veloz pero Alberta Pía se sentía feliz de estar inmersa en esa vorágine aunque quizás a veces se detenía en un pequeño rincón a observar a las personas correr pero era visible el hecho de que algo de aquella multitud la atraía en demasía Alberta Pía nunca había sido ella demasiado ruidosa aunque disfrutaba del ruido de los otros recordó su pueblo natal con sus casitas prolijamente acomodadas una al lado de la otra y sintió nostalgia por aquello que se le aparecía como un paisaje familiar aunque Alberta Pía Jiménez no era del tipo de personas que se quedan en los lugares conocidos con el solofindeestarcómodas siempre elegiría un buen abismo antes que un cómodo sillón junto a una estufa a leños habían momentos en los que creía que esa era una gran virtud habían otros en los que entendía que era un defecto
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En ese preciso momento, frente a la computadora, desordenó algunas palabras y juntó pensamientos.
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Alberta Pía no podía quedarse quieta.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió sin puntos ni comas para salir de la detención.

domingo, 10 de agosto de 2008

y quizás sueñen con tocar el mar...

Alberta Pía llegó a su departamento de la calle Humahuaca sintiendo un gran vacío y confusión: cuando se está esperando una casualidad, lo más seguro es que no ocurra.
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Buenos Aires era una ciudad grande, claro; y encontrarse con aquella persona que uno quiere, así, sin planearlo ni pautarlo, era más complicado de lo que ella creía.
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Había cenado en el bar de Roberto acompañada de un buen libro y añorando ese encuentro casual y distendido, pero había terminado por tomarse tres copas de vino y la desilusión le plagaba el alma. Le recomendaron una copa más, pero Alberta Pía sintió que era suficiente...
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Caminó por el Abasto esperando una sorpresa, un quiebre, un cambio. "Un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas...": sintió que había leído demasiadas novelas y había creado falsas expectativas. La ciudad de noche era simplemente hermosa, pero ella esperaba aún más...
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Emprendió el camino de vuelta a su departamento, ya resignada y riéndose de su jugueteo mental: a veces no era totalmente consciente de qué partes de las historias sucedían sólo en su cabeza, y cuáles eran producto de la realidad.
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Subió por el ascensor hasta el quinto piso y entró a su secreta morada (secreta, no porque quisiera mantener el anonimato, sino porque todavía no conocía mucha gente en la ciudad): Ese departamento era realmente un espacio ameno. Se quító los zapatos y calzó las pantuflas de ovejas que le había regalado su abuela paterna. Puso música y prosiguió a preparar un café. Mientras esperaba a que hierva el agua, salió a la calle a sacar la basura. Al darse vuelta, ahí estaba: algo hervía y Alberta Pía sospechaba que eran sus entrañas.
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-Hola Robertino Andrés.
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-Hola Alberta Pía. Me gusta tu calzado.
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Alberta Pía rió y lo invitó a tomar un café.
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La realidad era mágica, sólo había que dejarla actuar a su antojo.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez dejó que alguien entrara a su casa.

miércoles, 30 de julio de 2008

que a veces van a llorar...

Con cada trago de vino las ideas se desdibujaban, el espacio se amoldaba a su cuerpo y la sonrisa se le sucedía. Se dejaba fundir en el rojo borravino que la seducía; olvidando sus temores, sobrepasando las dudas... Aunque no podía omitir al televisor del quinto b, noche tras noche, encendido, interrumpiendo su escritura... Alberta Pía no era de esas personas que se desconcentraban fácilmente, pero en este momento luchaba contra sus propios pensamientos para pemanecer así, acá, en el inalterable presente.
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La copa estaba vacía y tuvo que decidir: otro trago no le vendría mal, pensó. ¿Pero qué era lo que quería escribir? Realmente no lo sabía. Cierto era que estar en contacto con las letras y las palabras era en este momento algo necesario. Alberta Pía se preguntó cuándo había sido que la escritura había tomado un lugar tan central, tan importante... No supo bien qué contestar. Tampoco le resultó imprescindible buscar en el pasado un comienzo: lo importante era saber que esa relación tenía un futuro; un futuro con altos y bajos, seguramente, pero un futuro al fin...
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Entonces Alberta Pía sonrió.
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Finalmente, y luego de "desdibujar", el vino la había hecho "entender": Podía permitirse un presente confuso, porque tenía la certeza de un futuro.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez se relajó, se tomó un vino y lloró.

jueves, 3 de julio de 2008

unidas una detrás de otra...

Alberta Pía sonreía.
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La mirada fija en esos otros ojos verdes.
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Por primera vez no sabía qué decir. Millones de pensamientos corrían por su cabeza aceleradamente, y ella sin poder atrapar al menos alguno que la sacara de ese vacío. Hasta que por fin:
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"Pía. Alberta Pía me llamo..."
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Las palabras salieron firmes y ella se sintió aliviada de no haber dicho nada comprometedor ni demasiado rebuscado: al ponerse nerviosa solía utilizar frases complicadas que no expresaban nada claro y que por lo general sólo revelaban una tontera de fondo. Esta vez se había expuesto de manera clara y contundente, dando a saber su nombre, su característica femenina y su posición de ciudadana parlante, no sorda y conciente del peligro que significaba otorgarle, en una ciudad grande, el nombre completo (incluyendo el apellido) a un total desconocido; aunque estaba a punto de dejar de serlo:
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"Andrés. Robertino Andrés me llamo yo..."
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Alberta Pía sonrió y pensó: Qué lindo nombre. Pero sólo dijo:
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"Robertino Andrés, la próxima vez que recibas mis cartas podés alcanzárcelas al portero y él seguramente me las da. No hace falta que subas hasta el quinto c, pero gracias por la molestia."
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"No me molesta Alberta Pía... Jiménez", dijo leyendo el sobre, "Es sólo un piso".
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Robertino Andrés dejó los sobres y bajó por las escaleras: efectivamente, era sólo un piso de diferencia.
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Alberta Pía cerró la puerta y suspiró, la tensión le había dejado un cosquilleo extraño: ya conocía a su vecino del cuarto c.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez, aún sin darse cuenta, comenzó a enamorarse.
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domingo, 15 de junio de 2008

pero son solamente palabras...

"...hasta que encontró eso de qué importa lo que yo sea"
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Alberta Pía cerró su libro y una frase quedó resonando en su cabeza. Se paró frente al espejo y se observó. Se observó y pensó: "¿Por qué todos esos colores?". Se preguntó y no supo qué contestarse. Se quitó el sweater verde y la pollera a lunares. Se sacó la remera amarilla, el corpiño y quedó así: luciendo su largo pelo rojo sobre el cuerpo pálido.

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Alberta Pía era una mujer flaca, pequeña; "menudita" decía siempre su abuela. Viéndose así, con unos calzones blancos y soquetes rojos, le parecía que su cuerpo era el de una adolescente esperando por desarrollarse. Igualmente tenía lindas tetas, pensó. Pensó y se observó. Se observó y comenzó a tocarse...
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Como quien toca algo que no conoce, pero que le llama la atención, Alberta Pía recorrió su rostro, su boca, su cuello. Sintió sus hombros pequeños, huesudos. Se abrazó a su cintura, bajó por su vientre, metió sus dedos en la raja, tomó sus muslos y se acercó hasta sus pies. Lanzada sobre la alfombra roída del departamento, Alberta Pía rodaba. Con sus manos y pies fue llegando a los huecos detrás de sus codos y rodillas: sus piernas se encontraban con sus brazos, su ombligo con su nariz; lamía sus dedos, mordía sus manos...
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Acabó boca arriba sobre la alfombra, riendo a carcajadas: su cuerpo abierto, mirando el cielo raso de su departamento...
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Alberta Pía se sacó los soquetes rojos y el calzón blanco; pegó un salto, se acomodó nuevamente sobre el sillón y retomó la lectura: "...qué importa lo que yo sea".
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Alberta Pía tenía al menos una certeza: era una mujer hermosa.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez escribió sobre el amor.

domingo, 1 de junio de 2008

quizás algunos piensen que es una crónica...

Alberta Pía Jiménez emprendió la búsqueda: debía encontrar su refugio en medio de la ciudad. Recorrió las calles que Sábato le había presentado con tanto romanticismo esperando encontrar héroes; pero sólo encontró tumbas y más tumbas, dándose cuenta de que aquellos barrios cercanos al río estaban ahora abarrotados de turistas anglosajones que buscaban conocer la vida porteña... Se sentó en un banco en el siempre inmenso Parque Lezama buscando distraer su mente, descansar su cuerpo flaco y por qué no exponerse a la charla con algún desconocido que quisiera aventurarse a conocerla.
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Alberta Pía no tenía muchos amigos, sobrevaloraba las relaciones y las conversaciones, pero se le complicaba mantenerlas con el transcurso del tiempo: siempre existía el espacio, y luego alejarse sin saber por qué, pero aún sabiendo que era sano. Más de pequeña, en su pueblo natal, había tenido una amiga muy cercana pensando que sería para siempre; pero en la adolescencia Romina Pilar (la supuesta amiga eterna) se había ido a vivir a un país lejano, en otro continente aún más extraño, sin dejar demasiados datos que permitieran encontrarla... Desde entonces Alberta Pía vagaba por el mundo con una carta sin dirección de destinatario en su bolsillo.
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Pasó la tarde sentada en ese banco sin sacar palabra de su cabeza. Cuando comenzó a anochecer emprendió el camino de vuelta a lo que ahora era su barrio. Al bajarse del colectivo en Almagro, sintió un cosquilleo en la parte baja del estómago: algo importante estaba por suceder. Una cuadra antes de llegar a su edificio recordó que no tenía nada para comer en casa. Vio que lo chinos de en frente estaban cerrados y decició pasar a comer una porción de pizza por algún lado. Giró en la calle Bulnes y vió, como en una vidriera, a través de una perciana de almacén levantada hasta la mitad, un bar pequeño que rebozaba de gente tomando, comiendo y gritando, mientras que un hombrecito sentado sobre una banqueta al costado del mostrador tocaba unos tangos en su bandoneón: Sin buscar demasiado, o en el momento en que no buscaba, Alberta Pía había encontrado...
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Tenía su pequeño lugar en el mundo, y quedaba a dos cuadras de su casa.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez empezó a escribir sobre el barrio al que amaba.

lunes, 26 de mayo de 2008

en el principio, en el medio o en el final...

Alberta Pía Jiménez llegó a Buenos Aires con el objetivo de convertirse en alguien. Alguien era una cualidad que ella atribuía a todo aquel digno de ser publicado: deseaba algún día poseer una vida que pudiera ser leída por otros. Alberta Pía desconocía el mundo que se desenvolvía entre las redes, puntos y redes que conformaban la internet; su imaginario se debatía entre los libros de Cortázar y García Márquez, Tolstoi y Dostoievsky, Allen y Bukowski; soñaba con alcanzar un amor igual de entregado (así como desprendido) que el de Sartre y Simone, se reía con Girondo, alcanzaba el clímax con Bataille y tocaba apenas con sus dedos la muerte al leer a Pizarnik...
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Alberta Pía había venido desde la periferia hacia el centro, sin saber que el centro poseía su propia periferia y que solamente hasta esos espacios ella llegaría. Instalada en un quinto c, monoambiente sin balcón y con una sola ventana interna desde la cual se podía ver la ventana de lo que sería el quinto b, Alberta Pía se sentó frente a su computadora. Mientras se tomaba unos mates comenzó a navegar a través de los ríos acaudalados de palabras, páginas y colores que se desplegaban en su pantalla. La noche entera se sucedía, el mundo dormía, y ella maravillándose con ese otro mundo...
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Al llegar la madrugada dejó su puesto frente a la computadora, se acercó a la ventana y con una sonrisa observó cómo su vecino del cuarto b acostumbraba dormir con la televisión encendida:
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Aberta Pía estaba feliz, era una mujer publicada.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez, se convirtió en un blog.