Alberta Pía sonreía.
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La mirada fija en esos otros ojos verdes.
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Por primera vez no sabía qué decir. Millones de pensamientos corrían por su cabeza aceleradamente, y ella sin poder atrapar al menos alguno que la sacara de ese vacío. Hasta que por fin:
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"Pía. Alberta Pía me llamo..."
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Las palabras salieron firmes y ella se sintió aliviada de no haber dicho nada comprometedor ni demasiado rebuscado: al ponerse nerviosa solía utilizar frases complicadas que no expresaban nada claro y que por lo general sólo revelaban una tontera de fondo. Esta vez se había expuesto de manera clara y contundente, dando a saber su nombre, su característica femenina y su posición de ciudadana parlante, no sorda y conciente del peligro que significaba otorgarle, en una ciudad grande, el nombre completo (incluyendo el apellido) a un total desconocido; aunque estaba a punto de dejar de serlo:
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"Andrés. Robertino Andrés me llamo yo..."
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Alberta Pía sonrió y pensó: Qué lindo nombre. Pero sólo dijo:
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"Robertino Andrés, la próxima vez que recibas mis cartas podés alcanzárcelas al portero y él seguramente me las da. No hace falta que subas hasta el quinto c, pero gracias por la molestia."
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"No me molesta Alberta Pía... Jiménez", dijo leyendo el sobre, "Es sólo un piso".
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Robertino Andrés dejó los sobres y bajó por las escaleras: efectivamente, era sólo un piso de diferencia.
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Alberta Pía cerró la puerta y suspiró, la tensión le había dejado un cosquilleo extraño: ya conocía a su vecino del cuarto c.
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Así fue como Alberta Pía Jiménez, aún sin darse cuenta, comenzó a enamorarse.
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1 comentario:
Tierna, simplemente tierna.
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