Era domingo a las ocho de la mañana y Alberta Pía ingresaba al edificio de la calle Humahuaca con media docena de medialunas en una mano y el diario en la otra. Desde su llegada a Buenos Aires nunca había transitado las calles tan tempranito, ni tan despacio...
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Recordaba de pequeña, en su pueblo natal, ir los domingos por la mañana a la iglesia, para luego caminar con su noviecito hasta la panadería a comprar alguna excusa de alimento a cambio de un beso. Luego no fue más a la iglesia. Más aún, luego, dejó de creer en ellas. También su afición a intercambiar besos se volvió menos inocente y más real.
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Subió por las escaleras y abrió la puerta: Natalia se estiraba sobre el sillón desperezándose, mientras amasaba con sus patitas un almohadón rojo. Al ser sorprendida, dejó su ardua actividad y bajó al piso con delicadeza.
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Mientras Pía ponía el agua al fuego y preparaba la yerba para tomar unos mates, Natalia se entrelazaba entre sus piernas.
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Natalia era una gata blanca que Alberta Pía había encontrado hacía dos semanas en la calle: El barrio se encontraba plagado de animales que lanzaban sus crías sin hacerse cargo de ellas.
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Alberta Pía pensó en el placer que le causaba el despertarse sola en su departamento. Asimismo, miró hacia el piso y vio a la bola de pelo blanco que exigía su desayuno: resignada, puso leche en un tarrito y se lo alcanzó.
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Volvió a pensar en la soledad. Luego miró a Natalia comiendo con alegría.
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Alberta Pía había logrado lo que quería: no tener que sentirse responsable de ningún otro ser más que de ella misma. Y sin embargo, ahora, contrariamente a su deseo, se había conseguido una gata a quien cuidar.
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El agua estaba lista y Alberta Pía se sentó sobre la mesada a tomar mate mientras miraba a Natalia sobre el piso de la cocina: era bonita y de alguna manera le agradaba su compañía.
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Sonrió: Realmente no sabía lo que quería; aunque pensó en lo acertado de haber traido a casa un gato y no un perro.
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Saltó de la mesada y salió hacia el living.
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Natalia seguía comiendo sobre el piso de la cocina, ignorando los pensamientos absurdos que en la cabeza de Pía se debatían.
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Ya no vivía en la calle, tomaba leche tibia todas las mañanas y dormía sobre un sofá con almohadones rojos: Eso era todo lo que sabía.
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Natalia, ahora, tenía algo parecido a un hogar y algo parecido a una amiga.
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Así fue como Natalia sorprendió a Alberta Pía Jiménez, compartiendo su soledad.